Cobra mucho valor la palabra orgullo en las actuales épocas de contraofensiva política y homolesbotrasfóbica que emprenden los sectores conservadores y las Iglesias.
La escalada de leyes represivas y criminalizantes contra lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersex (LGBTI), que ya se extienden por casi 80 países del mundo, se agiganta con la ofensiva de las Iglesias. En la ciudad de La Plata, capital política de la provincia de Buenos Aires, Argentina, donde viven 10 millones de personas, el Arzobispo Héctor Aguer ha dicho hace unos días que “la homosexualidad es una abominación amparada ahora por la ley”, y consideró que “…la (ley) del matrimonio igualitario es una ley injusta en la Argentina, que va en contra del orden natural, no sólo con lo que piensa la Iglesia”.
El sábado 28 se cumplen 45 años de los sucesos de Stonewall, la revuelta contra la policía que encabezaron personas trans y homosexuales en el bar Stonewall Inn de la ciudad de New York, y que dio paso a lo que luego bautizaron como el Gay Power.
Tantos años después queda claro que en muchos países del mundo aún son necesarios varios Stonewall, y en otros -como mínimo- debemos cuidar bien las conquistas ganadas, porque el mapa político es mundial y se está tiñendo rápidamente de los colores blanco y amarillo de la bandera del Vaticano.
Por eso la palabra orgullo debe reforzar el presente pero remitir al pasado.
Recordemos por un momento a Héctor Anabitarte, el joven comunista que en 1967 encabezó lo que sería el primer ensayo de grupos de homosexuales organizados en Argentina, que se llamó Nuestro Mundo. O a Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson, las dos transexuales que encabezaron la revuelta de Stonewall, dos años después. Recordemos a las personas LGBTI que resistieron el franquismo en España durante tantos años, encarceladas y obligadas a exiliarse en tierras menos fascistas. Pensemos en todos los homosexuales y las lesbianas asesinados por los nazis en los campos de concentración de la Alemania de Hitler. O en los homosexuales empalados o las lesbianas muertas a piedrazos en los países árabes.
Llevemos nuestra mente a los países africanos que son una cárcel misma para el deseo disidente. Miremos a Rusia, Nigeria, India, algunas ciudades de EEUU, muchos países de Latinoamérica, el Caribe inglés, Yemen, y tantos otros lugares del mundo donde la palabra libertad no existe para las personas homosexuales, las lesbianas o transexuales.
Pensemos en ellos y veremos que el orgullo de ser transforma esta palabra, de connotaciones egocéntricas y chauvinista, en un símbolo de lucha y resistencia. Orgullo de ser transexual, lesbiana u homosexual, orgullo de luchar por ello.
En Argentina, y desde 1967, la comunidad LGBTI se viene organizando políticamente y militando en diversos espacios de la sociedad argentina. Muchos desde la decisión de “visibilizarse” en cualquier ámbito. Como defendía Carlos Jauregui, máximo dirigente LGBTI argentino, fallecido en 1996 a causa de complicaciones asociadas al Sida, “la política de darse a conocer (visibilizarse) es el recurso más fuerte con que ha contado el movimiento gay (LGTBI)”.
En una sociedad donde la homosexualidad estuvo ligada largamente a la clandestinidad, el valor de la visibilidad va de la mano del orgullo por quienes somos.
En estos más de 45 años, cabría preguntarse, más allá de las características propias de cada identidad y cada región, ¿cómo habría sido posible sin el orgullo llevar adelante una lucha común para personas diferentes e identidades diferentes, con características y necesidades políticas y sociales diferentes?
No perdamos de vista que nuestra lucha es orgullo.
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