El aparato represivo de la última dictadura militar argentina no sólo intervino sobre los peronistas de izquierda y la izquierda revolucionaria sino también tuvo otras víctimas: los homosexuales.
Mediante la promulgación excesiva de edictos policiales y una parapolicía que hacía las veces de “comando de moralidad”, los encuentros que se producían en los baños públicos de estaciones de tren se vieron cercenadas pero, al mismo tiempo, estos espacios se volvieron un lugar de resistencia a ese aparato represivo.
La obra de teatro “Flores sobre el orín” muestra esa situación atroz que se vivía en la época de la última dictadura militar, donde ser homosexual era lo mismo a ser un transgresor de la ley moral del Estado.
Más de treinta años pasaron de esa época y, a la luz de todos los derechos conseguidos por la comunidad de homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales e intersexuales en Argentina, es necesario volver sobre nuestros pasos.
La lucha en este país, desde la apertura a la democracia en el 1983, se fue dando paso a paso: primero, derogando esos edictos policiales que, aún en democracia, se convirtieron en entradas intempestivas de la policía en bares y discotecas homosexuales.
Figuras como la de Carlos Jáuregui, Sandra Mihanovich, Celeste Carballo y, más adelante, Cris Miró visibilizaron en los medios masivos de comunicación la cuestión homosexual. Las asociaciones civiles ayudaron a que, hoy en día, podamos tener un matrimonio igualitario, que no existan más los edictos policiales que criminalizaban la homosexualidad en público y una ley de identidad de género.
Sin embargo, más allá de los derechos conseguidos, todavía existen crímenes de odio e injurias hacia la comunidad LGBTI como pasó hace unas semanas, públicamente, con el caso del periodista Jorge Lanata que injurió por radio a la actriz trans Florencia de la V. Este caso se puede leer en este artículo.
Estas injurias ponen a la luz que todavía queda mucho por hacer en materia de educación para que las legislaciones lleguen a una igualdad real y no sólo parlamentaria.
La obra de teatro termina en muerte. Lisette, que es el homosexual estrella de los baños públicos, termina muerto de un disparo al grito de “Viva Cristo”. No es casual que el aparato represivo de esa época se asociara directamente a un cristianismo de lo más deleznable: el de las buenas costumbres y la moralidad.
El cristianismo, lamentablemente, nunca ha estado a la vanguardia de los derechos sexuales y reproductivos de la comunidad LGBTI. El actual papa Francisco I, cuando era cardenal en la ciudad autónoma de Buenos Aires, llamó a una “guerra de Dios” contra los homosexuales cuando en la calle y en el legislativo se quería promulgar la ley de matrimonio igualitario.
También, desde las iglesias evangélicas, muchos pastores en el mundo suelen llevar a homosexuales a clínicas de “reconversión” a la heterosexualidad que muchas veces terminan con el suicidio de la persona que hacía esa “terapia”.
El siguiente paso es claro: pelear por un estado laico, donde cada cual profese la religión que desee respetando las decisiones de vida y las creencias que tenga el otro, sin intentar “reconvertir” ni odiar a nadie por su orientación sexual o identidad de género.
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